Tres menos cuarto


A Fabián García
y Jaime Rodríguez

  12:27 a.m. Julio, Roberto y yo estábamos en mi cuarto, hablábamos en ese momento de I Want To Talk About You, de John Coltrane, en vivo en el Newport Jazz Festival de 1963. Sonaba el vinilo en mi viejo tocadiscos comprado en el centro de Bogotá, en un callejón por la 19, antes de llegar a la Séptima; era un edificio de tres pisos muy antiguo y lleno de locales poco agradables a la vista, repletos de cables y chatarra. Recuerdo que lo vi y me dije «ése es». El dueño del sitio, un hombre enjuto, moreno y de gafas gruesas, lo limpió y engrasó. Para probar el funcionamiento del tocadiscos puso la canción So What del vinilo Kind Of Blue de Miles Davis. Al sentir las vibraciones de la aguja desplazándose a través de la línea del acetato vi en mi mente la trompeta de Miles Davis, el saxofón tenor de John Coltrane, el piano de Bill Evans, la batería de Jimmy Cobb y el profundo y melancólico bajo de Paul Chambers. Nunca antes me había enamorado. Fue mi primera vez. Desde ese momento recorría las tiendas aledañas al teatro Jorge Eliécer Gaitán en busca de más y más vinilos de jazz en todas sus variedades: hot, dixieland, swing, bepop, cool jazz, hard bop, free jazz, smooth jazz, acid jazz y el jazz fusión. Fue un momento feliz de mi vida.
  Con Julio nos pasábamos horas de la madrugada hablando de música y de los descubrimientos semanales. Él era un eterno enamorado de la música de Charlie Parker, lo consideraba su dios (porque hay que decirlo, los dioses de Julio estaban en la tierra y eran de carne y hueso).
  1:15 a.m. Roberto salió de mi cuarto para la cocina a prepararse otro café con leche. Julio bebía su habitual vaso de whiskey y yo estaba muy contento con mi cerveza negra. Al regresar, señaló uno de los tantos libros que yo tenía arrumados al lado de mi cama, era Los versos del Capitán, de Pablo Neruda. Leímos uno de mis favoritos: Ausencia. Les cité mi parte favorita:

Amor mío,
nos hemos encontrado
sedientos y nos hemos
bebido toda el agua y la sangre,
nos encontramos
con hambre
y nos mordimos
como el fuego muerde,
dejándonos heridas.

  Roberto era un experto en poesía, se podría decir que su vida la dedicó a leer a todos los poetas, siendo los infrarrealistas sus favoritos. Siempre me hablaba de lo que estaba escribiendo su casa, sin calefacción ni radio, sólo con un walkman frente a un computador sin internet y con Windows 98. Ese hombre vivía por y para la literatura. Yo les contaba sobre mi día, encerrado en una oficina de 8 a 5, con mi incontenible temblor en las manos a causa del insomnio y la ansiedad. Les hablaba de los libros que había leído en el bus de Transmilenio, de la mujer que me gustaba, del idiota alopécico, de ojos saltones y mal aliento que trabajaba a mi lado y hacía comentarios despectivos en contra de las mujeres, los homosexuales, los negros y los judíos.
  1:50 a.m. Julio, Roberto y yo debatíamos acaloradamente sobre Borges y la dictadura argentina. Yo dije que había sido muy tibio con Videla en aquel almuerzo en donde también estuvo Sábato. Ellos argumentaban que Borges era anarquista y que solamente quería que cayera el peronismo, que incluso se opuso años después al gobierno militar y que, luego de entrevistarse con las Madres de Plaza de Mayo, se entristeció sinceramente y les dio todo su apoyo y solidaridad. Sin planearlo fuimos tocando otros temas y terminamos hablando de literatura nazi en América, de detectives salvajes, de un perseguidor y de cronopios y famas.
  2:45 a.m. La conversación había terminado. Roberto se bebió los últimos sorbos de café con leche, encendió un cigarrillo, me dio la mano y luego salió con rumbo a su piso en el número 45 de la calle Tallers, en Barcelona. Julio me dio un abrazo, sonrió, y tomó camino hacia su casa en la rue Martel, en París. Mi cuarto quedó en silencio. Nos veríamos mañana en otra de mis largas noches de insomnio.

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