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Mostrando entradas de marzo, 2014

Al final...

Bogotá, 12 de diciembre de 2012. Queridos mamá, papá, Renata y amigos. Parece absurdo que les escriba esta carta, soy consciente de que no es la mejor manera, que van a quedar muchas dudas. Lo entiendo perfectamente y pido perdón por eso. Voy a repasar algunos detalles pequeños de mi vida para que se hagan a una idea del por qué de mi decisión. No espero que la entiendan, pero sí que la respeten. A mi mamá le debo la vida, ella es una mujer que me ha enseñado todo lo que sé. Siempre valoré sus esfuerzos. Aunque debo reconocer que fui un verdadero idiota en mi juventud y que hice cosas de las cuales no me siento orgulloso. Considero que fue por ella, por mi mamá, que jamás traspasé ciertos límites. Aunque hice muchas locuras, repito, no me siento orgulloso, pero tampoco me arrepiento, porque todo lo que hice me formó en la persona que soy ahora. Recuerdo mis fiestas de cumpleaños, mis navidades, incluso mis enfermedades.  Sin su cuidado, hubiera muerto antes d

La Cita

A las seis de la tarde de un miércoles me encontraba en mi casa, leyendo un libro de John Katzenbach que me habían recomendado. Sonó mi teléfono celular, era un mensaje de Manuel que decía: "Te espero a las 7 en el bar de siempre". Salí de mi casa a los cinco minutos, tenía el tiempo justo para llegar al viejo bar donde tantas veces habíamos compartido unos buenos tragos, anécdotas y muchas otras historias. Llegué y me ubiqué en la mesa de afuera del local, en la zona de fumadores, ya que no concibo la idea de beber un buen trago sin tener un cigarrillo entre mis dedos. No tardó Manuel en llegar, agitado, cansado, con ojeras, mucho más delgado que la última vez que nos vimos. Le dije: -Manuelito, ¿pero qué te ha pasado, hermano? -Es una historia de no creer. Marica, mi vida corre peligro. Es en serio. -Ok -le dije con un tono de preocupación, desdibujando la sonrisa de mi rostro-, cuéntame, soy todo oídos, Manuel. -No me lo vas a creer, estaba realizando unas investiga

El Poeta

Hace un tiempo caminé por el centro de Bogotá. Mi única compañía era mi cámara. Era un riesgo absurdo: Podrían atracarme, apuñalarme, me podría caer por una alcantarilla, me podría atropellar un carro, una moto, un bus de Transmilenio… ¿Qué sé yo? Pero lo que tenía claro era que esos riesgos absurdos eran (y son todavía) los que le daban sentido a la vida. Me niego a pensar que debo pasar mi vida encerrado en un lugar seguro, esperando morir de viejo. Además, el centro de Bogotá no es tan malo cuando lo recorres a pie y cuando aprendes a disfrutar de todo lo que te ofrece. Llegué a la plaza de Bolívar y ahí estaba él, en un rincón. Era un hombre negro, de mi estatura, -aproximadamente 1,80 metros-. Aunque era de contextura delgada, por la gran cantidad de prendas rotas y de fuerte olor, se veía más corpulento. Se me acercó y me dijo: -¿Le gusta la poesía? -No es mi fuerte, la verdad. -Le voy a escribir un poema y si le gusta, me lo compra. Si no, fresco, papá. -V