La espera
Voy por mi séptimo cigarrillo.
Realmente estoy muy ansioso. Me paré frente a su apartamento hace una hora. Me
pregunto si no estará. No he notado movimiento en la ventana de su sala.
Lamento mucho que ya no me deje entrar desde nuestra última discusión. Si tan
sólo… Bueno, no importa, prefiero no pensar en el pasado. Que nos veamos afuera
de su apartamento, no es problema. Tengo suerte de que todavía me hable. La
espera me está matando. Nada que oscurece lo suficiente como para que tenga que
encender la luz de la sala y yo sepa que está allí. ¿Y si timbro de nuevo? A lo
mejor el timbre está dañado. ¿O si lanzo una piedrita hacia la ventana de la
sala? No. Una vez me dijo que no lo hiciera nunca. No sé en dónde se pudo haber
metido. Ya debería estar en su apartamento, o mejor, afuera de él atendiéndome.
Dije
que prefería no pensar en el pasado pero me resulta imposible dado que estoy
impaciente porque nada que llega y yo sigo aquí esperando al frente de su
apartamento. Octavo cigarrillo… Recuerdo que estaba en ese bar de la 63: Kleopatra
Zone. Hablé un rato con Santiago sobre 2001: Odisea en el espacio, de Kubrick;
los dos quedamos tan fascinados cuando llegamos a la conclusión de que el
monolito representaba el siguiente paso en la escala evolutiva del hombre,
pasando de ser un simio a convertirse en el niño de las estrellas. Nos dieron
las 2 de la mañana hablando también de Tarantino, de Gondry, de Fellini, de
Buñuel, de la etapa maoísta de Godard, del desquiciado de Herzog y hasta de
Vértov y esa película de 1929 a la que The Cinematic Orchestra le hizo la
música. Cómo te extraño, Santi. En fin… Cerraron el bar y nos despedimos,
Santiago tomó un taxi. Me dijo que Rebeca, su novia, lo había citado al día
siguiente para algo importante. Fue la última vez que lo vi. Yo, con el desasosiego que me entra a esas horas, fui caminando por la Séptima hacia el norte.
Vi las luces de la sala de su apartamento prendidas y me y fui para allá a
buscar lo que necesitaba. Pasé, me ofreció una cerveza. Le
conté de lo que habíamos hablado con Santi y luego nosotros empezamos a hablar de literatura. Mi angustia iba en aumento y empezamos a debatir acaloradamente sobre las razones que, entre neuropsicológicas y poéticas, llevaron a que Ernest Hemingway se volara la
tapa de los sesos; que años después también lo hiciera Kurt Cobain; o que Andrés Caicedo,
con 60 pastillas de secobarbital, acabara con su vida. A eso de las 4 de la mañana, exhaustos
por la discusión (que a esta hora se trataba de la comparación entre el estilo narrativo de Mutis y García Márquez), le pedí que me diera lo que necesitaba y me dijo
que ahora no, que no podía darme nada, aduciendo un montón de excusas que me
enervaron al punto de romper un par de botellas de cerveza contra la desgastada pared de la sala de su apartamento y salir de allí, no sin antes cerrar la puerta de golpe para que todos los vecinos
oyeran.
Noveno
cigarrillo. Por fin llegó. Se bajó del taxi, esperó a que se fuera el vehículo para hacerme
la señal de que me acercara. Nos saludamos como siempre e hicimos el
intercambio. Ya tengo mi dosis de la mejor heroína de toda Bogotá y puedo continuar con mi vida. Tengo
suerte de que todavía me hable. La espera ha valido la pena.
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